El texto escrito parece ser uno de esos elementos que la tecnología no puede abolir. Como decir, el oxígeno de la vida espiritual. Cuando se pretende algo más que simple información, algo más que estímulos simplistas para entretener la sensación, resulta indispensable el recurso a lo escrito. Es cierto que la ilustración, cuando es rigurosa y depurada, enriquece un texto; pero es necesario que exista el texto con anterioridad para que la ilustración lo adorne o lo engalane. Y el testimonio de las innumerables películas que han desvirtuado la fuerza de los textos clásicos demuestra en la práctica que el valor de lo escrito no reposa en el contenido sino en su régimen de significación y elaboración intelectual. Una imagen abstracta, cuya expresión es necesariamente verbal y escrita, contiene una polivalencia que la imagen concreta jamás alcanzará. Cuando se trata de captar las infinitas posibilidades de la idea, la imagen concreta será siempre insuficiente. Y aún cuando se trata de registrar los sutiles matices de la realidad la falta de una palabra potente impone el recorte mismo de la sensación.